Wiggins, el chico de Kilburn que rompió los esquemas
El ganador del Tour de Francia 2012 y ocho medallas olímpicas (cinco de ellas de oro), y poseedor del récord a la hora deja el ciclismo después de 16 años de profesional en los que ha tocado todos los palos que ha querido, ha cambiado el ciclismo británico para siempre y ha dejado como legado una personalidad tan carismática como errática.
Como un incomprendido encaprichado en demostrar que podía conseguir lo que nadie esperaba de él, Bradley Wiggins (18 de abril de 1980) ha hecho de su carretera deportiva una lista de retos que ha ido tachando para pasar a una nueva obsesión cuando aquellos ya no le satisfacían. La suya no es una historia de continuidad y cálculo, sino la historia de impulsos y obstinación de un hombre pasional que ha ido dibujado una trayectoria nunca vista antes en el ciclismo a medida que iba pasando etapas.
Divertido y tímido según alguien con quien ha compartido los momentos más icónicos de su carrera, Mark Cavendish; enigmático y huraño para la prensa, que a pesar de todo ha visto en Wiggins la posibilidad de crear una especie de estrella de rock que no siempre ha llevado la presión de la mejor manera, tanto hacia dentro como hacia fuera. A pesar de ello, su palmarés es incuestionable, y su personalidad y carisma, imborrables a pesar de sus sombras.
A golden career. Chapeau, Sir Brad. pic.twitter.com/I9t4KisMQS
— Rapha (@rapha) 29 de diciembre de 2016
El hijo de Gary Wiggins, el corredor de Seis Días australiano que vio nacer a su hijo en Gante (Bélgica) y que abandonó la familia con severos problemas alcohólicos, creció viviendo con sus abuelos maternos en Kilburn, barrio modesto de Londres al que él mismo se ha esforzado en convertir en un icono. “Los chicos de Kilburn no ganan oros olímpicos y el Tour de Francia… Pues ahora ya lo hacen”, escribía el británico en el anuncio de su retirada.
Y desde allí empezó a crecer un ídolo que se convirtió en el olímpico británico más exitoso de la historia mientras intentaba asentarse sin rumbo en el ciclismo en ruta, sobre todo en equipos franceses, siguiendo el ejemplo de Bradley McGee, al que seguían permitiendo teniendo la pista como prioridad. De Française des Jeux (2002-03), Crédit Agricole (2004-05) y Cofidis (2006-07) salió con muchos reproches y algún resultado interesante, como victorias en cronos cortas de los Cuatro Días de Dunkerque y el Dauphiné o en una etapa de media montaña del Tour del Porvenir.
El campeón del mundo junior de persecución vio como la enorme infraestructura que es ahora British Cycling, y de donde nació el actual dominador del ciclismo como es Team Sky, crecía junto a él, o a remolque de él. Wiggins logró su primer bronce olímpico en la persecución por equipos de Sindney 2000, con solamente 20 años, y con su empuje llegó la financiación de la lotería nacional con la que se ha construido el programa de desarrollo con el que su generación y la de más jóvenes (Cavendish, Froome, Geraint Thomas…) han podido convertirse en referencia mundial. Finalmente, en Atenas 2004 llegó su primer oro, en persecución individual, y una plata por equipos que se convertiría en oro en Pekín 2008 y en su vuelta a los velódromos en Río 2016. En total, cinco oros olímpicos.
Cerrada por primera vez esta etapa en la madera tras el ciclo olímpico de Pekín, que había acabado con contrato de carretera con el equipo High Road (2008), principalmente participando en el tren de lanzamiento de un Mark Cavendish con quien se proclamaron aquel año campeones del mundo de madison, fichó por el equipo Garmin (2009) y firmó un inesperado cuarto puesto en la general del Tour de Francia que cambió su vida para siempre.
Tenía 29 años y el nuevo Team Sky movió cielo y tierra para hacerse con sus servicios a pesar de que tenía todavía un año más de contrato con el equipo de Jonathan Vaughters. Al final, el controvertido fichaje se produjo tras mucho dinero y varias peripecias (entre ellas, Wiggins conduciendo él mismo un coche de Garmin sin que se enterasen para reunirse con Brailsford en una jornada de descanso del Tour, según ha explicado posteriormente el mismo corredor), convirtiendo a la leyenda olímpica en el emblema y máxima esperanza de un equipo megalómano que aspiraba a ganar el Tour de Francia con acento británico, algo que no había pasado jamás.
Allí llegaron los fracasos (23º en el Tour de Francia de 2010), los contratiempos (abandono en el Tour de Francia de 2011 cuando venía de ganar Dauphiné) y una presión que en más de una vez estuvo a punto de convertirse en una bomba de relojería. “No soy para nada un buen líder. El primer año fui un ser diabólico e inútil. No se me hace nada fácil gestionar emocionalmente un equipo” decía en el documental, A Year in Yellow, grabado durante su 2012 histórico como si de una profecía se tratara. Al final, tal expectativa resultó acertada, pues ganó la París-Niza, Romandia, el Dauphiné, el Tour de Francia y la crono de los Juegos Olímpicos de Londres. Un año impecable del que nunca se recuperó.
“Para mí, no fue una experiencia muy placentera. Especialmente en el Tour. Durante tres semanas de presión, llegas a París y ni te das cuenta de lo que has conseguido. Miro atrás y es verdad que fue un gran resultado, pero disfruté más del momento de lanzar en la etapa final de París a uno de mis mejores amigos, Mark Cavendish, que al final ganó la etapa, que del podio en sí. Pasar por la Plaza de la Concordia de amarillo, lanzando al campeón del mundo, fue un sueño cumplido”, decía a finales de 2014 en el reconocido programa de televisión The Graham Norton Show.
Esta visión retrata un proceso asfixiante no solamente de entrenamiento físico (hacía hasta tres concentraciones en altura al año) sino mental, en lo que el mánager general de Sky y antes director del British Cycling, Dave Brailsford, definió como “acostumbrar a Brad a las cosas que le sacan de quicio: las ruedas de prensa, controles antidopaje, presión… convertirlas en rutina”. Una rutina que Wiggins no soportó más cuando ya consiguió su reto. Tampoco el equipo quiso tener más paciencia de la que ya había tenido con un personaje difícil de domar, y apostó por un impecable en forma y método como Chris Froome, a quien el tiempo le ha dado la razón de sobras con sus tres victorias en la Grande Boucle, pero que nunca ha conseguido el nivel de pasión de levantaba Wiggo.
Así las cosas, el pistard que logró contra todo pronóstico llegar de amarillo a París tomando como referencia a su ídolo de infancia Miguel Indurain –lo más parecido a él como perfil de ciclista (contrarrelojista impecable y certero escalador diésel en forma), y lo más alejado en cuanto a personalidad (el discreto navarro frente al mod que subía a tocar la guitarra con Paul Weller tras recoger el Premio a la Personalidad Deportiva del Año)–, se lanzó a nuevos objetivos.
Intentando no convertirse en esclavo de su propia imagen, cambió las patillas que habían acabado siendo recortables de los periódicos británicos por una barba de quien se ha hecho duro y quiere marcar su propio camino. Con ella ha cerrado un fin de carrera de vuelta a los orígenes y llena de reminiscencias a la historia de un deporte propias de un romántico al que le importa más el relato de sus gestas que su propio reconocimiento. Un relato que poco a poco parecía volverse turbio, entre filtraciones de tratamientos para el asma nunca explicados en público y envíos de bolsas enigmáticas ahora en investigación parlamentaria: detalles que pueden convertir en villano un héroe cuyo entorno ha querido alzarse y alzarle bajo la bandera de la pulcritud.
Wiggins acabó su relación con el Team Sky tras la París-Roubaix de 2015, que había hecho un objetivo tras ser noveno contra todo pronóstico en la edición anterior, formó un equipo de desarrollo que todavía continúa, el Team Wiggins, y volvió a lanzarse a los velódromos que le habían visto crecer, no sin antes proclamarse campeón del mundo de contrarreloj en Ponferrada. Y antes de su último año olímpico, se marcó otra cita con la historia al lograr batir el récord a la hora, que dejó en una marca de 54,526 kilómetros difícilmente superable a medio plazo.
Y para acabar cerrando el círculo, corrió la última prueba de su carrera ganando los Seis Días de Gante, la ciudad donde nació, en el velódromo donde tiene fotos de bebé a cuestas de su padre, y además haciendo pareja con un Mark Cavendish con el que se había proclamado campeón del mundo de madison siete meses antes (ver el siguiente vídeo), rememorando tiempos pasados, antes de que ambos conquistaran la carretera con aquella imagen icónica en los Campos Elíseos que Wiggins todavía recuerda.
La pregunta final de su última rueda de prensa pública, donde confesó haberse “pasado la semana buscando fotos de Eddy Merckx y Patrick Sercu en Google hasta las 3 de la madrugada”, al acabar la carrera, fue preguntado por qué quería ser recordado, dejando una respuesta que retrata a Wiggins y sus múltiples caras a la perfección.
“Honestamente, es algo que ya no me importa. Me ha dejado de preocupar. No lo sé. ¿El hombre del pueblo? ¿Alguien que dice lo que piensa, en contra de lo políticamente correcto? ¿Quizás un poco anti-establishment? Hay cosas que se quedan contigo desde pequeño, y yo recuerdo odiar que me dijeran qué hacer cuando era pequeño… dice el hombre que ha aceptado todo un título de caballero de la monarquía… No me estoy contradiciendo en nada pero… da igual. Fuck it”.